El Miniparaíso

Mi abuelo Antonio tenía un trocico de tierra en el Jarral que cultivó con mucha ilusión hasta el final de su vida. Recuerdo cuando bajábamos con él y lo veía saltar la acequia y me cogía de los brazos para que yo saltara. También recuerdo el día en que pude saltarla yo sola y me sentí mayor, y deseaba bajar todas las tardes para volver a saltarla. Recuerdo el cariño que mi abuelo sentía por aquel miniparaíso y, con los años, siempre me pregunté por qué un lugar tan privilegiado estaba arrinconado, abandonado, lleno de cañas y basura.

Me hice mayor y durante mi adolescencia el único contacto que teníamos con el Jarral era para escondernos cuando nos saltábamos alguna clase en el instituto o cuando cogíamos las bolsas de basura de conserjería para pillar los exámenes; no nos importaba dejar allí la bolsa, un poco más de basura pasaba desapercibida.

Años después volví a descubrirlo y volví a sentirlo como aquel miniparaíso que mi abuelo me había enseñado. Volví a disfrutar con el olor de la tierra húmeda y el sonido del agua al caer de las presas. Y muchas personas lo descubrieron por primera vez. Cada día agradezco la sensibilidad de quien pensó que este espacio había que desenterrarlo, abrirlo; aquel miniparaíso era un derecho de todos.

Hoy mis hijos pueden disfrutarlo y yo les puedo contar allí muchas historias. Aunque años después hayan tratado de que las cañas lo volvieran a ocultar o que dejáramos de meter los pies en el agua diciendo que estaba contaminada… hay huellas que son imposibles de borrar. Y la naturaleza ha sobrevivido al hombre. El miniparaíso ha dicho basta.

(A Antonio Francisco Gómez y Fátima Saorín)