Antes de tener a mis dos hijos tuve dos abortos. Dos pérdidas gestacionales de ocho semanas que el paso del tiempo no ha logrado borrar.

Mi primer embarazo era perfecto. Me quedé embarazada con facilidad, llegó en el momento deseado, me encontraba genial y nos llovían las felicitaciones y los consejos. A las ocho semanas, Papá Mingola y yo fuimos a nuestra primera ecografía. Mientras esperábamos parecíamos dos adolescentes: bromeando, haciéndonos carantoñas, especulando con la posibilidad de que fuera un embarazo múltiple, con el sexo del futuro hijo, con su nombre.  Entramos decididos, felices, comiéndonos el mundo, y en un segundo… silencio. No había latido. El embrión no se había desarrollado por motivos desconocidos. Lloré, lloré y lloré sin poder salir de la consulta del soponcio. La ginecóloga nos explicó que era algo bastante común en los embarazos primerizos. Que fuera a mi hospital maternal de referencia y que los médicos me dirían el protocolo a seguir. Intentó consolarme, pero en esos momentos nada vale.

Mi segundo embarazo, un año después, fue muy rápido. Una analítica positiva y antes de ir a la eco comencé a sangrar y lo expulsé de forma natural. Un nuevo jarro de agua fría, aunque esta vez habíamos sido algo más comedidos. La experiencia anterior nos había enseñado que un embarazo puedo ir bien o mal y que hay que ser cauto. No por esto fue menos doloroso. En esta segunda experiencia nos hicimos muchas preguntas, había muchos porqués sin responder. Nos informaron que, en los embarazos de primerizas, se considera normal sufrir hasta tres abortos, que a partir de ahí es cuando la seguridad social se hace cargo de realizar los estudios pertinentes. En nuestro caso no había problemas de fertilidad y teníamos que volver a intentarlo.

Recuerdo estos momentos con un gran sentimiento de vulnerabilidad.

Mi tercer embarazo fue un año después, cuando nos volvimos a encontrar con fuerzas; conscientes de que podía ir mal, pero con la confianza de que podríamos estudiar la causa y tomar las medidas necesarias. Somos personas que creemos en la ciencia y que sabemos que los avances en este ámbito son muchos. No nos hubiera importado someternos a cualquier tratamiento con el fin de ser padres. No fue necesario.

Test positivo. Análisis. Antes de las seis semanas eco. Latido. Todo pinta bien. Progesterona y reposo. El análisis muestra que con el embarazo desarrollo hipotiroidismo, posible causa de los abortos anteriores. La ginecóloga llama al endocrino que está en la planta de arriba. En cinco minutos nos recibe de urgencia y me pone en tratamiento. Todo en un hospital comarcal público. Embarazo controlado y a esperar que siga adelante. Abrazos y lágrimas entre unos futuros papás que no se lo creían. Nueve meses después, Mingola. Durante el embarazo lo pasé fatal sicológicamente. Tenía pesadillas y soñaba que el feto dejaba de latir. Las ecografías eran muy traumáticas, no era capaz de mirar la pantalla ni de soltar la mano de Papá Mingola. Así hasta las 17 semanas que nos dijeron que era una niña. Fue muy importante la cercanía del personal sanitario (matrona, ginecóloga, endocrino) que me ayudó a asumir con naturalidad que durante el embarazo estamos expuestas a que nos pasen mil cosas, que ahora todo iba bien y debíamos comenzar a disfrutarlo. Así lo hice.

Mi cuarto embarazo, un año después de nacer mi hija, fue visto y no visto. Controlado desde el principio porque nuevamente sufrí hipotiroidismo y tenía antecedentes de aborto. Nueve meses que pasaron volando. Un parto rápido, a pelo. Una recuperación sorprendente. Muchos sentimientos primarios.

Las pérdidas me marcaron y me ayudaron a madurar como individuo, a madurar en la forma de ver la vida y sobre todo, a madurar en mi relación de pareja.  Fue fundamental su apoyo, pasar el duelo juntos y tratar de encontrar el camino para seguir buscando. Cualquier mujer que pase por un momento así, necesita el apoyo del entorno y también necesita saber que hay otras personas que pasan por ahí a diario. Conocí a través de Elena Mayorga (@emayortol) el blog Niños del Agua en el que encontré textos que sirven de ayuda y consuelo.

Hoy tengo a mis dos hijos. Tengo la familia con la que alguna vez soñé. Carmela y Pablo. Razón y energía. Todas las noches los acurrucamos y les damos mimos hasta que se duermen. Hay días que son duros de trabajo; estamos cansados, nos enfadamos, nos frustramos, nos cargamos de culpa, nos disculpamos. También hay días que estamos llenos de energía para salir corriendo con ellos. En nuestra mente siempre un objetivo: darles el cariño y la seguridad que necesitan para crecer y madurar. Este es el día a día de nuestra crianza imperfecta que contiene más de intuición y experiencia, que de teorías y dogmatismos.

No todos los días son iguales, pero sí todas las noches cuando se quedan dormidos. En ese momento los miro con adoración, recuerdo lo que nos ha costado llegar hasta aquí y me emociono, mientras ellos sueñan como angelitos.