Hace un año estaba embarazada de ocho meses. Mingola, con 20 meses, esperaba la llegada de su hermano, Mingolín, sin saber muy bien de qué se trataba. Ella siempre ha sido una niña madura. Muy pronto dijo sus primeras palabras, manifestó su interés por jugar, crear e inventar situaciones; su interés por comunicarse con los demás. La estamos criando casi sin darnos cuenta, sin apenas rabietas, divirtiéndonos, hablando, reflexionando. Claro que no es perfecta, que el día a día es agotador y no pretendo mostrar aquí que vivo una maternidad idílica. Como #malamadre que soy, de vez en cuando me apetece coger la puerta y salir a tomarme una cerveza en el primer bar que encuentre.

El paso del tiempo hace que percibamos las cosas de distinta manera a cuando las vivimos. Veo a otros niños que ahora tienen la misma edad que el año pasado tenía Mingola y pienso «qué pequeña era», era todavía un bebé y ya afrontó la llegada de un extraño con el que tenía que compartir lo que hasta entonces había sido solo suyo. Vivimos una Navidad entrañable, sin separarnos un instante, conscientes de que pasados esos días seríamos uno más en la familia, rondándonos la cierta incertidumbre de cómo sería entonces. El día que nació su hermano estuvimos juntas en casa hasta el último momento. Nos separamos apenas un par de horas antes de que naciera el bebé. Llegué al hospital a punto de parir y al día siguiente pedí el alta voluntaria para volver a casa todos juntos. Me obsesionaba la idea de que sintiera que la había abandonado.

Es una niña muy expresiva y sé que los primeros días lo pasó mal, pero creo que sus papás supimos darle nuestra confianza, mostrarle nuestro amor y dedicación, y dejarle espacio para que poco a poco fuera interiorizando la nueva situación. Veo fotos de esta etapa y la veo triste, pensativa. Es un proceso natural que hay que afrontar para poder superarlo. Durante el invierno pasé horas meciendo a mis dos hijos, cada uno en un brazo. Días sin salir a la calle y noches de teta con el bebé sin tener previstas cenas para ella. Comió muchas tortillas. Yo le ayudaba con una mano mientras mecía al bebé. Me sentía fatal porque no estaba dando el cien por cien a ninguno de los dos. Ni qué decir de la hora del baño o la hora de dormir. Afortunadamente, ya estaba en casa Papá Mingola, pero aun así, si yo me quedaba con uno me sentía mal por no estar con el otro y viceversa.

Los recuerdo como esos momentos en los que aprendimos a querernos, a compartir y a superarnos. Hemos madurado los cuatro juntos y, más que nunca, siento que somos una familia. Mingola está feliz, echa de menos a su hermano cuando no está, pregunta por él, le manifiesta su cariño. Cada día destaco más su buen corazón, su gran capacidad para pasarlo bien y sacar provecho de cada situación. Y Mingolín no puede disimular la admiración por su hermana.

Son un par de renacuajos que ya hacen miguitas. Cada uno está atravesando una etapa diferente del desarrollo. Él está descubriendo las posibilidades motoras de su cuerpo, ha comenzado a andar. Ella es más intelectual: ve pelis, canta, interpreta, dibuja, inventa situaciones. No dejan de sorprendernos, como el otro día cuando ella comenzó a dibujar a los Reyes Magos y me presentó esto:

Sabemos que son felices y tenemos la conciencia tranquila de saber que estamos con ellos, que nunca se han sentido solos aunque a veces nuestro tiempo no haya sido de “calidad”.